Todos los publicanos y los pecadores se acercaban a Él para oírle.
Son pecadores y lo saben. Se acercan para escuchar. La palabra de Jesús toca su corazón y el Señor se encuentra cómodo entre ellos; ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido (Lc 19, 10).
Los fariseos y los escribas murmuraban.
También ellos son pecadores, pero no lo saben. Se creen mejores que otros. Dan gracias a Dios porque no son como los demás hombres (Lc 18, 11). Se acercan a Jesús, pero no demasiado. Juzgan más que escuchan.
¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas…? O, ¿qué mujer que tiene diez monedas…?
Las dos parábolas van dirigidas a publicanos y a fariseos. A los publicanos para que se acojan a la misericordia de Dios, porque la misericordia siempre será más grande que cualquier pecado y nadie podrá poner un límite al amor de Dios que perdona (Papa Francisco). A los fariseos para que antes de cumplir escrupulosamente los mandamientos de Dios, sean misericordiosos con los prójimos: ¡Si comprendierais lo que significa misericordia quiero y no sacrificios! (Mt 12, 7).
Cuando encuentra la oveja perdida, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a amigos y vecinos para decirles: ¡Felicitadme! He encontrado la oveja que se me había perdido.
La oveja no hace nada por volver al redil. Parece excesivo. Si hablamos de justicia humana, hablamos de dar a cada uno según su merecido. Si hablamos de justicia divina, hablamos de misericordia y de gratuidad. Es tal la diferencia que se nos hace difícil de asimilar. Eso de que nos perdamos, y nos busque hasta encontrarnos, y nos cargue sobre sus hombros muy contento, y organice una celebración… ¡Maravillosamente divino!
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