No existe otro mandamiento mayor que éstos.
Todo se resume en el amor; amor a Dios y amor al prójimo. Pero, ¿en qué consiste el amor? El amor no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo (1 Jn 4, 10). El amor a Dios se manifiesta en el amor al prójimo: Toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Gal 5, 14). Un amor a Dios que arrincona al prójimo es un triste espejismo. El verdadero amor al Padre incluye a todos sus hijos.
Jesús, en la última cena, nos deja su testamento con estas palabras: Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado (Jn 15, 12). Solemos asociar el amor con lo romántico. Pero la más elocuente expresión del amor es la cruz. Por eso, cuando san Pablo busca las palabras justas para explicar su relación con Cristo dice: Me amó y se entregó por mí (Gal 2, 20). Sentimientos y emociones son secundarios. Lo que importa es la voluntad. No importa que sintamos o dejemos de sentir. El amor de Jesús por nosotros, su amor hasta el extremo de la cruz, no tuvo mucho de sentimiento.
No hay manifestación más cumplida del amor que el perdón; el de Dios con nosotros, y el nuestro con los prójimos: Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos. Se trata de un perdón gratuito, sin esperar nada a cambio.
Cuando una relación se resquebraja, no intentemos acallar la conciencia diciendo: Yo no tengo nada contra él; es él quien tiene algo contra mí. Le corresponde a él dar el primer paso. Yo estoy dispuesto a perdonar. Mi mano debe estar siempre tendida: Si mientras llevas tu ofrenda al altar te acuerdas de que tu hermano tiene queja contra ti, deja la ofrenda ante el altar, ve primero a reconciliarte con tu hermano y después vuelve a llevar tu ofrenda (Mt 5, 23-24).
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