Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida.
No es tan sencillo vivir cómodamente instalados en la luz. La luz puede hacernos ver cosas desagradables en nosotros mismos. Tanto que, para no verlas, decidimos apagar el interruptor y quedarnos a oscuras. El que obra el mal rehúye la luz porque no quiere ser censurado. Jesús, la Luz, viene a poner al descubierto esos rincones oscuros que, aunque preferimos ignorar, están ahí y tienen el poder de tiranizar nuestras vidas. Al final del episodio de la curación del ciego de nacimiento Jesús dirá: He venido a este mundo para que los que no ven, vean; y los que ven, se vuelvan ciegos (Jn 9, 39).
Son muchas las tinieblas interiores que rechazan la luz; reciben el nombre de los siete pecados capitales. Son necesarias la sabiduría y la audacia del Espíritu para pedir que la Luz irrumpa en nosotros; Luz que iluminará todas las incógnitas de la vida: dolor, desgracias, muerte, pecado…
De todos modos, no conviene olvidar que en el reino de la Luz hay lugar para el pecado. Porque nada humano es absolutamente bueno, y nada absolutamente malo. La cizaña prospera en cualquier campo de trigo. Recordemos que Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia (Rm 11, 32). Jesús es alérgico a los que se creen llenos de luz y sin sombra alguna. Reconocer nuestros rincones sombríos para abrimos a la Luz, es comenzar a disfrutar de la Luz de la Vida.
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