Ahora es glorificado el Hijo del Hombre… Hijos míos, ya poco tiempo voy a estar con vosotros.
Estamos en la sobremesa de la última cena. Respiramos aires de intimidad; también de despedida. El Evangelio comienza con la predicción de la traición de Judas, para concluir con el anuncio de las negaciones de Pedro. Entre Judas y Pedro, Jesús; con su determinación de darse totalmente por todos: por Judas y por Pedro y por todo hijo e hija de Dios. No concedamos demasiado tiempo a los Judas o a los Pedros, porque lo que de verdad importa no lo nuestro sino lo suyo.
Esta es una lección que cuesta asimilar. Teresa de Ávila la aprendió y practicó bien: ¡Oh Señor de mi alma, y quién tuviera palabras para dar a entender qué dais a los que se fían de Vos, y qué pierden los que se quedan consigo mismos! La buena discípula de Teresa de Ávila, Teresa de Lisieux, se expresa de forma parecida: Lo único que hay que hacer es amarle, sin mirarse uno a sí mismo y sin examinar demasiado los propios defectos.
¿Que darás la vida por mí? Te aseguro que antes de que cante el gallo me negarás tres veces.
¡Qué bueno lo de Pedro! Por una parte, su convencimiento: tan seguro de que, pase lo que pase, se mantendrá fiel al Señor. Por otra parte, su fragilidad; a las primeras de cambio renegará del Señor. Qué bueno, porque en él nos vemos todos perfectamente reflejados.
Pero no nos desviemos. Lo verdaderamente importante de este Evangelio es lo de Jesús. Lo verdaderamente importante es ver cómo Jesús asume serenamente las traiciones y las deserciones de sus discípulos, y cómo se dispone a demostrarnos su amor hasta el extremo.
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