Salió de allí y vino a su patria, y sus discípulos le siguen.
Gracias a Él, el nombre de Nazaret está en labios de muchos galileos. Los nazarenos están ansiosos por ver y oír a su paisano más famoso. Jesús se dirige a su pueblo con el mismo ánimo que a otras poblaciones: no se deja condicionar por las ganas de agradar.
La multitud, al oírle, quedaba maravillada, y decía: ¿De dónde le viene esto?... Y se escandalizaban a causa de Él.
Son los suyos. Sus parientes y vecinos. Le conocen y le quieren. O eso creen. Y se escandalizan; no es para menos. Ha llegado a decirles que lo escuchado del profeta Isaías se cumple en su persona (Lc 4, 21). Esto es algo que no cabe en la cabeza de aquellos piadosos nazarenos. No puede ser que Dios se manifieste en alguien de orígenes tan humildes.
Comenta el Papa Francisco: Se escandalizan. ¡Dios es demasiado grande para rebajarse a hablar a través de un hombre tan simple! Es el escándalo de la Encarnación.
No será difícil vernos representados en aquellos paisanos de Jesús. También nosotros nos mostramos reacios ante algo tan humilde como, por ejemplo, el libro de los Evangelios. Preferimos recurrir a apariciones y fenómenos glamurosos. No nos percatamos de que esos fenómenos suelen carecer de aroma evangélico.
Y no pudo hacer allí ningún milagro, salvo sanar a unos pocos enfermos a quienes impuso las manos. Y se asombraba de su incredulidad.
NO PUDO. Suena atrevido. Como para detenernos y reflexionar sobre las dos palabras. Sabemos que la fe es un gran milagro; y que la fe produce milagros. Pero, ¿llegar a decir que sin la fe no hay milagros?
La verdad es que sí pudo, porque aquel día sanó a unos pocos enfermos. Claro que, como proclamamos en el Credo, la ausencia de fe de unos puede ser suplida por la abundancia de fe de otros: Creo en la comunión de los santos. Por eso, cuando alguien dice no tener fe, hay que pensar que sí la tiene, porque mi fe es también suya.
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