Se le acercó un funcionario, se postró y le dijo: Mi hija acaba de morir. Pero ven a imponerle tu mano y ella recobrará la vida.
Sin mediar palabra, Jesús se levanta y acompaña a este padre hundido ante la muerte de su hija. Mientras caminan sucede algo sorprendente. Una mujer que padecía flujos de sangre, se acerca a Jesús por detrás y tocó la orla de su manto. Pues se decía para sí: Con solo tocar su manto, me salvaré.
Aquel hombre y aquella mujer coinciden en varias cosas. Coinciden, primero, en una situación anímica realmente deplorable. Coinciden también en que la mujer lleva doce años enferma; exactamente los años de la niña muerta (el número 12 representa al pueblo de Israel). Coinciden, sobre todo, en la asombrosa fe de ambos. Aquel padre está seguro de que el poder de Jesús supera al de la muerte; será suficiente que imponga la mano sobre su hija. Aquella mujer está segura de que Jesús puede curarla sin ser consciente de ello; bastará con tocar su manto.
Grande es la fe de ambos. Pero podría ser mayor. A la mujer, cuya fe tiene algo de superstición y piensa que el manto de Jesús puede curarla, le dice: ¡Ánimo, hija!, tu fe te ha salvado. Lo que nos salva es la fe en su persona. Esa fe nos hace capaces de todo, porque quien cree en mí hará las obras que yo hago, e incluso otras mayores (Jn 14, 12).
Retiraos; la muchacha no está muerta, sino dormida. Se reían de Él.
Jesús es el Señor. El Señor de todo; también de la enfermedad y de la muerte. La muerte, para Él, es como el sueño de una noche; al amanecer despertamos al nuevo día.
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