Le seguía una gran multitud. Él se volvió y les dijo: Si alguno acude a mí y no me ama más que a su padre y su madre…, y hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo.
No le convencen a Jesús los seguimientos multitudinarios; seguimientos como los que se daban entre nosotros hace unas décadas. El Señor prefiere el de unos pocos que, a pesar de sus caídas, puedan decir como Pedro: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Unos pocos para quienes Él sea lo más importante de sus vidas, como para cualquier papá o mamá la vida del bebé es más importante que la suya propia.
Quien no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.
La cruz. La suya y la nuestra. Desde la cruz de los pequeños sacrificios cotidianos hasta, si necesario, la del martirio. Hoy Jesús, poco contento con el seguimiento poco fiable de tanta gente, se muestra especialmente exigente. Nos ordena poner en el altar de las ofrendas, como hizo Abrahán con su hijo Isaac, todo aquello que más queremos: desde los bienes materiales hasta las relaciones afectivas… Quien descubre el tesoro escondido es capaz de hacerlo. Quien no lo descubre acabará abandonando el seguimiento, como vemos en el Evangelio de Juan: Desde entonces muchos de sus discípulos se echaron atrás y ya no andaban con Él (Jn 6, 66). Por otra parte, Dios quiere que esas mismas cosas que ponemos sobre el altar del sacrificio nos sirvan de ayuda para alcanzar la plena realización.
Si uno de vosotros pretende construir una torre, ¿no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla?
Para que entendamos bien sus radicales exigencias, Jesús añade las parábolas de la torre y de la batalla. Quienes seguimos a Jesús desde niños, y lo hacemos sencillamente porque eso hacía todo el mundo, tenemos que detenernos, sentarnos y sopesar si continuamos o no por ese camino. El seguimiento tiene que ser una opción lúcida y personal, independiente del entorno en que me muevo.
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