Por aquellos días se presentó Juan el Bautista, proclamando en el desierto de Judea: Convertíos porque ha llegado el Reino de los Cielos.
Juan Bautista, precursor de Jesús, anuncia la llegada del Reino de Dios e invita a la conversión. Y cuando la gente le pregunte qué deben hacer para convertirse, les pedirá que el que tenga dos túnicas, que las reparta con el que no tiene; el que tenga para comer que haga lo mismo (Lc 3, 11).
Jesús proclamará igualmente la presencia del Reino de Dios y también invitará a la conversión. Pero cuando la gente le pregunte qué deben hacer para convertirse, irá más lejos que el Bautista y les pedirá que crean en quien Dios ha enviado (Jn 6, 29).
La conversión que pide Jesús es más profunda y más difícil de calibrar que la del Bautista. Cuando Jesús habla de conversión no piensa tanto en una conducta, sino en una fe: Convertíos y creed en el Evangelio (Mc 1, 15). Pero la conversión del Bautista resultaba, y sigue resultando, más comprensible y accesible que la de Jesús. En parte porque su figura, con su extraña indumentaria y su vida austera con todo lo que esto representa, impacta más que la de Jesús.
Ni el Bautista ni Jesús piden la conversión como requisito para conseguir que el Reino de Dios llegue a nosotros. Ambos piden la conversión porque el Reino de Dios ya ha llegado. Sucede como con el hijo pródigo: antes de ser abrazado por su padre no había en él sino egoísmo; la conversión llegó mientras envuelto en los brazos del padre.
El Bautista bautizaba solamente con agua. Pero decía: Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego. Nosotros, seguidores de Jesús, corremos peligro de quedarnos con la religión del Bautista. Corremos el peligro de aspirar a una vida moralmente correcta adornada de rezos y sacramentos, en la que el Jesús de carne y hueso tiene poco espacio. Corremos peligro de vivir faltos del fuego de su Espíritu.
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