Al entrar en Cafarnaún, se le acercó un centurión y le suplicó: Señor, mi criado está en casa, acostado con parálisis, y sufre terriblemente.
No conocemos su nombre, pero es un personaje admirable. Es la máxima autoridad militar de la ciudad, cabeza visible del odiado poder colonial romano, pero se ha ganado el afecto del pueblo. Según Lucas, no es él quien acude a Jesús, sino que envÃa unos ancianos de los judÃos. Estos interceden: Merece que se lo concedas, porque ama a nuestro pueblo y él mismo nos ha edificado la sinagoga (Lc 7, 3-5).
Lo más admirable de este hombre es su fe. Jesús dice: Yo iré a sanarlo. Y él responde: Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo. Basta que pronuncies una palabra y mi criado quedará sano. Son las palabras que pronunciamos al comulgar pero que no cumplimentamos ya que nos disponemos a recibir alegres al Señor bajo nuestro techo.
Contemplamos al centurión. Su fe es de muchos quilates. Por eso lo vive todo con naturalidad, con sosiego; no apreciamos en él altibajos emocionales ante el dolor, ni aspavientos mÃsticos ante el milagro: Anda y que te suceda como has creÃdo. Le vemos volver tranquilo a su casa, sin prisas, convencido de que su criado está bien.
Contemplamos a Jesús. Se admiró: Os lo aseguro, una fe semejante no la he encontrado en ningún israelita. Incluso Él se asombra ante las obras de su EspÃritu que sopla donde quiere y como quiere. En otro momento, maravillado también por la acción del EspÃritu, alaba al Padre diciendo: Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes y se las has revelado a los sencillos (Lc 10, 21).