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05/02/2023 Domingo 5 (Mt 5, 13-16)

Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo.

¿Para qué la sal? Para condimentar alimentos. ¿Para qué la luz? Para iluminar la oscuridad. Ambas están ahí para ser aprovechadas de modo que comamos con gusto y caminemos seguros.

¿Para qué el creyente? Para ser sal y luz para muchos otros. Que lo nuestro no es para nosotros solos, sino también para los demás. Jesús no dijo que tenemos que ser sal y luz, sino que somos sal y luz, sabiendo siempre conjugar la discreción de la sal con la visibilidad de la luz.

Jesús advierte con frecuencia a los suyos sobre la necesidad de estar alerta: Velad y orad para no caer en la tentación. Sin esos momentos diarios de vela y oración, de estar a solas con Él, la sal perderá su fuerza y la luz su luminosidad. Sin esos momentos diarios de intimidad, la inercia y la rutina se apoderan de la persona como la herrumbre del hierro; acabamos instalándonos en una vida absolutamente irrelevante.

Vosotros sois la sal de la tierra… Vosotros sois la luz del mundo.

Será bueno preguntarnos en algunos de esos momentos de intimidad con el Señor si somos fuentes de luz y de sabor para nuestro entorno o, por el contrario, somos fuentes de fastidio y pesadumbre. El gran mundo, igual que el pequeño mundo de cada uno, se desenvuelve tranquilo gracias a la luz, sin poner la atención en ella. Pero nosotros, los pocos elegidos por Él, estamos supuestos a tener los ojos fijos en la Luz: Yo soy la Luz del mundo, quien me siga no caminará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8, 12).

Será bueno preguntarnos también cómo hacer para no dejar de ser nunca sal de la tierra y luz del mundo. San Pablo nos da una buena respuesta: Todo cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de Él (Col 3, 17).

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