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05/04/2021 Lunes de la Octava de Pascua (Mt 28, 8-15)

Se alejaron aprisa del sepulcro, llenas de miedo y gozo, y corrieron a dar la noticia a los discípulos.

Miedo y gozo. Como cuando los ojos quedan ofuscados ante una luz muy brillante, así el corazón ante un notición como éste; cuesta asimilarlo. Las tres mujeres están aturdidas. Han visto un ángel que, sentado sobre la piedra del sepulcro, les ha dicho eso que tanto se repite a lo largo y ancho del Evangelio: no tengáis miedo. Les ha dicho también que comuniquen la noticia a los demás discípulos y que vayan todos a Galilea: Allí le veréis. Y así, llenas de miedo y gozo, corren a cumplir su misión.

Jesús les salió al encuentro y les dijo: ¡Salve! Ellas se acercaron, se abrazaron a sus pies y se postraron ante Él.

El encuentro con el Resucitado fue para aquellas, y lo sigue siendo para todo creyente, el inicio de un nuevo e ilusionante día. Jesús repite el mensaje del Ángel: No temáis. Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán. Pero, ¿qué significa para nosotros ir a Galilea? Significa buscarle y encontrarle y acompañarle por los caminos y aldeas de Galilea; esto lo hacemos en lo íntimo de la propia interioridad bien iluminados por los Evangelios. Significa buscarle humano, rotundamente humano, porque en Él reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente (Col 2, 9).

El encuentro con el Resucitado es algo muy personal. Es cosa del Señor. Para quienes no creen seremos simples ilusos; pobrecitos ellos. Nosotros nos sabemos los más privilegiados de los humanos; naturalmente, sin mérito alguno de nuestra parte. El Señor tiene la iniciativa del encuentro. Lo hace de distinta manera con cada uno: con los de Emaús, con Tomás, contigo, conmigo… Para todos, el encuentro resulta algo definitivo; marca un antes y un después en la vida. Y quedamos marcados; irrevocablemente marcados.

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