Cuando hayáis levantado al Hijo del Hombre, entonces sabréis que Yo Soy.
Palabras que nos recuerdan las dirigidas a Nicodemo: Como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea tenga en Él vida eterna (Jn 3, 14-15). El pueblo de Israel, hastiado del desierto, murmuraba de Dios y había sufrido la plaga de las serpientes venenosas. Para superar su mortal picadura debían mirar la serpiente de bronce hecha por Moisés y colocada en un mástil (Nm 21, 4-9). Así también, quienes formamos parte del nuevo pueblo de Dios, debemos poner los ojos en el Crucificado. Es ahí donde desaprendemos sobre Dios y donde aprendemos el mejor conocimiento de Dios. Es ahí donde hallamos el mejor antídoto ante las serpientes que envenenan la vida.
En verdad, los caminos de Dios no son los nuestros. Es increíble; el momento del mayor fracaso, y humillación es el momento de la manifestación suprema de la gloria de Dios; de la expresión suprema de su amor por nosotros hasta el extremo. En verdad, la locura divina es más sabia que los hombres, y la debilidad divina más fuerte que los hombres (1 Cor 1, 25).
Acostumbrémonos, muy especialmente en estos días pascuales, a poner los ojos en el Crucificado. Él es EL SEÑOR. ¿Por qué la cruz? Por amor. Nos amó porque nos amó; es el único amor enteramente gratuito. Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos (Jn 15, 13s).
Basta ya de llorar por nosotros mismos con lágrimas contaminadas, con lágrimas de autocompasión. Es hora de derramar otras lágrimas. Lágrimas hermosas, de asombro, de alegría, de agradecimiento (R. Cantalamessa).
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