¿Qué queréis darme y os lo entregaré?
Judas es el triste protagonista del Evangelio de este Miércoles Santo. Su papel es decisivo en el plan divino de salvación. Como son decisivas en mi historia personal de salvación mis propias infidelidades; sin ellas no resplandecería sobre mí la misericordia del Señor. ¿Podríamos decir del pecado de Judas, o de nuestros propios pecados, aquello de O FELIX CULPA, como decimos del pecado de Adán en la Vigilia Pascual?
Es saludable preguntarse cómo llega Judas a semejante desatino; es saludable porque nos hace conscientes de que todos albergamos un Judas. Ese Judas que, con el paso de los años, hace que lleguemos a adoptar con toda naturalidad actitudes desatinadas, instalándonos en una existencia comodona, irrelevante, mediocre. A tal desatino no se llega de repente; se llega poco a poco, a través de pequeños desatinos. Los errores de Judas, pequeños al principio (Jn 12, 6) y enorme al final, tuvieron que ver con el dinero.
Judas no era distinto de sus compañeros en los primeros tiempos del discipulado. Todos soñaban sueños de grandeza, pero en todos dominaba la mezquindad del egoísmo. Judas nos puede ayudar a entender que la contradicción y la incongruencia son universales. Judas nos puede ayudar a entender nuestra enorme capacidad para sublimar las mayores aberraciones. Judas nos puede ayudar a entender lo sencillo que nos resulta vivir en la nube de los grandes sueños, ignorando la realidad de nuestras miserias.
Pero contemplemos un momento a Jesús: El que ha metido conmigo la mano en el plato, ése me entregará. Es el mismo gesto que Jesús repite cuando come con pecadores. Jesús siempre mantiene sus brazos abiertos. Siempre. Nunca es tarde para nadie; tampoco para Judas.
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