Exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo.
Para el Evangelista Juan, la efusión del Espíritu Santo sobre los discípulos tiene lugar al anochecer de aquel día, el día primero de la semana; es decir, el día de la Resurrección. Los discípulos, aterrorizados tras la ejecución de Jesús, se han refugiado en una casa. A pesar de haber atrancado las puertas, Jesús aparece en medio de ellos y les saluda: Paz a vosotros. No trae reproches por su cobardía; trae la paz.
El Aliento de Dios. Bella manera de hablar del misterio del Espíritu, del misterio de la vida. Recordemos cómo, en el principio de los tiempos, Dios modeló al hombre con arcilla del suelo, sopló en su nariz aliento de vida, y el hombre se convirtió en ser vivo (Gen 2, 7).
Estamos asistiendo a una nueva creación. Somos barro, pero somos barro vivo, gracias al Aliento de Dios, gracias al Espíritu, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado (Rm 5, 5). Sin ese Aliento divino, no es posible la vida cristiana. Es posible, sí, una vida intensamente piadosa y moralmente correcta; pero se parecerá más a una momia que a un ser vivo y dinámico.
El Aliento divino nos libera de miedos, mediocridades, egocentrismos. El Aliento divino nos hace hijos en el Hijo; hace que nuestra relación con Dios se asemeje a la de Jesús con el Padre: Habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! (Rm 8, 15).
Que Pentecostés sea para nosotros la fiesta de la luz y del consuelo. Antes de la efusión del Aliento de Dios, aquellos discípulos, hombres y mujeres, vivían dominados por miedos y ambiciones. El Aliento de Dios los transformó. Como nos está transformando a nosotros, aunque no tan rápidamente como nos gustaría. Que vivamos gozosamente conscientes de esta estupenda realidad del Aliento de Dios presente y activo en nosotros.
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