En aquella ocasión, con el júbilo del EspÃritu Santo, dijo: ¡Te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra, porque, ocultando estas cosas a los sabios y entendidos, se las diste a conocer a la gente sencilla!
Contemplamos a Jesús. Tratamos de sumergirnos en el misterio de su persona, Hombre verdadero y Dios verdadero. Evidentemente lo que resplandece en Él es la humanidad; la divinidad permanece encubierta, tanto para Él como para nosotros. Su persona está sujeta a las limitaciones de tiempos y de espacios, de altibajos y de emociones humanas.
Hoy le vemos transfigurado por un fogonazo de fe, extasiado ante la dimensión más profunda de toda realidad. Más allá de lo negativo en la sociedad o en las personas, Jesús se entusiasma ante la predilección del Padre por lo frágil y lo pequeño; el Padre que no mira con buenos ojos a poderosos, prepotentes o creÃdos.
Para que también nosotros podamos llenarnos del júbilo del EspÃritu Santo necesitamos, como Él, momentos de oración; momentos de silencio abiertos a la luz de la Palabra de Dios. Solamente asà es posible llegar a convivir serenamente con la cizaña que crece tanto dentro de nosotros como a nuestro alrededor. Solamente asà es posible, como Pablo, llegar a alegrarnos ante nuestras fragilidades: Muy a gusto presumiré de mis debilidades, para que se aloje en mà el poder del MesÃas (2 Cor 12, 9). Solamente asà es posible abandonarnos totalmente en las manos del Salvador. Solamente asÃ, como dice el Papa Francisco, la alegrÃa del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús; y somos liberados del pecado, de la tristeza, del vacÃo interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegrÃa.