Jesús nació en Belén de Judea, en tiempos del rey Herodes. Por entonces sucedió que unos magos de oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el rey de los judíos recién nacido?
La fiesta de la Epifanía es la fiesta de la manifestación del Señor a la humanidad entera representada por los magos de oriente. Es la fiesta de la estrella, la fiesta de quienes contemplan horizontes anchurosos, la fiesta de los niños de todas las edades, la fiesta de los poetas y los místicos. Es la fiesta de la universalidad de la salvación, como hemos escuchado en la primera lectura: Caminarán las naciones a tu luz, y los reyes al resplandor de tu alborada.
Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría.
Habrá momentos en que la estrella desaparecerá. Entonces, ¿qué? Entonces, que nada sea capaz de quitarte la paz. Ni la fatiga psíquica. Ni tus fallos morales. Cuanto te deprime o inquieta es falso. Piérdete confiado ciegamente en ese Dios que te quiere para sí. Piensa que estás en sus manos, tanto más fuertemente asido cuanto más decaído y triste te encuentres. Vive feliz. Que nada te altere (Teilhard de Chardin).
Necesitamos vivir esta fiesta, como toda la vida, igual que los niños: con la estrella como guía. La estrella nos conduce a Belén, a descubrir lo más divino en lo más humano. De lo contrario caminaremos en la oscuridad, y nos moveremos en soledades pobladas de aullidos (Deut 32, 10).
Entraron en la casa; vieron al niño con María su madre y, postrándose, le adoraron.
Con ellos nos postramos y adoramos también nosotros. En la adoración hay mucho de admiración. Agradecemos por la estrella que el Señor ha puesto en nuestras vidas. Podríamos haber sido salvados, como tantos otros, sin enterarnos de nada. Pero Él ha querido darnos un anticipo de salvación con la estrella de la fe. Ante un Dios del que solo sabemos que es Amor, no cabe sino el gozo, la adoración y la acción de gracias.
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