Por entonces sucedió que unos Magos de oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: ¿Dónde está el rey de los judíos recién nacido? Vimos su estrella en el oriente y venimos a rendirle homenaje.
El relato de los Magos de oriente es maravilloso. Cuanto más nos adentramos en él, mayor es el asombro ante la grandiosidad de su contenido. Como dice el Papa Francisco, la experiencia de los Magos nos exhorta a no conformarnos con la mediocridad, a no ir tirando, a escrutar con pasión el gran misterio de la vida. Nos enseña también a no escandalizarnos de la pequeñez y de la pobreza, sino a reconocer la majestad de la humildad y saber arrodillarnos frente a ella.
Epifanía significa manifestación. Es la fiesta de la universalidad de la salvación, hasta ahora ofrecida solamente al pueblo judío. Los Magos nos representan a todos. Ellos son fuente de inspiración. Como ellos, ofrecemos al Señor el oro: proclamamos que Él es el tesoro de nuestra vida. Le ofrecemos el incienso: hacemos nuestras las palabras de Moisés: Al Señor, tu Dios, adorarás y a Él solo servirás (Dt 6, 13). Le ofrecemos la mirra con la que se ungían los cuerpos malheridos: intercedemos por toda la doliente y menesterosa humanidad.
Los Magos nos invitan primero a permanecer atentos a los signos de Dios. Nos invitan a no vivir instalados, a vivir siempre dispuestos a ponernos en camino siguiendo la estrella que hemos visto. Nos invitan a perseverar en medio de las dificultades que encontramos en el camino. ¡Son tantos los que viven totalmente ajenos a las estrellas! Podrían apartarnos del camino al considerarnos gente rara. Pero cuando, finalmente, encontramos al Niño con su madre, emprendemos otro camino porque hemos sido transformados. La vida es otra. Lo vemos y vivimos todo de otra manera. Las palabras de la primera lectura se han hecho realidad: Levántate, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti. Tu corazón se asombrará, se ensanchará.
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