06/05/2020 Miércoles 4º de Pascua (Jn 12, 44-50)
- Angel Santesteban
- 5 may 2020
- 2 Min. de lectura
Jesús gritó y dijo: El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado.
Gritó. Lo que dice, lo dice con mucha pasión. Son sus últimas palabras en público; son el resumen del mensaje de toda su vida. Más adelante se lo repetirá a Felipe: El que me ha visto a mí, ha visto al Padre (Jn 14, 9). Felipe, naturalmente, no lo entiende. Pero como lo dice Jesús, así será.
Felipe ve físicamente a Jesús. Pero de ahí a decir que en Jesús está viendo al Padre Dios va mucho trecho. Los sentidos del cuerpo no dan para tanto. Tampoco los sentimientos. Felipe tiene que creer a Jesús y aceptar sus palabras aunque no las entienda. Las acepta en fe. Exactamente como nosotros. Nosotros vemos y recibimos a Jesús en la Eucaristía: en fe. Nosotros oímos y asimilamos a Jesús en las Escrituras: en fe. Nosotros servimos a Jesús en los necesitados: en fe. Sin importar lo que sintamos o dejemos de sentir.
No he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo.
Ha venido solamente para salvar. La oración del cuarto martes de Pascua lo tenía claro y lo decía muy bien: Aumenta, Padre, en nosotros la alegría de sabernos salvados. Una pena que los más recientes liturgistas oficiales nos lo hayan estropeado y prefieren que digamos: Te pedimos, Padre, que merezcamos recibir la alegría de nuestra redención. Nada que ver; se ha perdido el sabor a Evangelio.
El Papa Francisco dice: La palabra definitiva de Dios sobre la historia no es el juicio sino la reconciliación y la ternura.
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