Discutían entre sí los judíos y decían: ¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?
Aquellos judíos, tan cuadriculados por el legalismo, entienden estas palabras en su sentido literal; no son capaces de entenderlas como las entiende Jesús. La pregunta nos hace recordar la de Nicodemo: ¿Cómo puede uno nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer? (Jn 3, 4).
La incapacidad para entender las palabras de Jesús no es exclusiva de los aquellos judíos. Tampoco nosotros acabamos de entender eso de comer su carne y beber su sangre. Llegamos a pensar que comulgar consiste en recibir el pan consagrado. ¡No! Comulgar es asimilarnos a Él; hacernos como Él en comunión perfecta. Esta comunión perfecta comienza con la Palabra, continúa con la Eucaristía, y concluye con los hermanos. ¿Queremos saber si nuestras comuniones son verdaderas o ilusorias? Preguntémonos si nuestra vida eucarística tiene como fundamento la Palabra de Dios. Y, sobre todo, fijémonos en cuánta es nuestra entrega a los hermanos. Porque la vida del Señor fue una vida de entrega a todos, especialmente a los más débiles.
El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí.
¿Qué significa comer la carne y beber la sangre de Jesús? ¿Es solo una imagen, o indica algo real? Para responder es necesario intuir qué sucede en el corazón de Jesús mientras parte el pan para la muchedumbre hambrienta. Sabiendo que deberá morir en la cruz por nosotros, Jesús se identifica con ese pan partido y compartido (Papa Francisco).
Comulgar, comer la carne y beber la sangre de Jesús, significa acoplar nuestra existencia a la suya, en la vida y en la muerte; significa permanecer en Él, como el sarmiento en la vid.
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