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06/12/2021 Lunes 2º de Adviento (Lc 5, 17-26)

Unos hombres trajeron en una camilla a un paralítico.

Lo único que es capaz de hacer el paralítico es fiarse de los camilleros. Lo pasa mal, zarandeado mientras le suben al terrado y le bajan por el boquete. Pero no se queja; se fía de ellos. Así es cómo todo acaba maravillosamente bien: tomó la camilla en que yacía y se fue a su casa glorificando a Dios. Es un buen ejercicio el de identificarme con el paralítico. Más fácil equivocarme fiándome de mí mismo que de los demás.

Subieron al terrado y le descolgaron con la camilla poniéndolo en medio, delante de Jesús.

Los camilleros se fían de Jesús. Saben que no les va a fallar. No se echan atrás ante las dificultades. Y quedan en el más perfecto anonimato. Nos hacen evocar a la Madre de Jesús en Caná. Es otro buen ejercicio de identificación con la tarea de intercesión de estos hombres.

¿Quién es éste que dice blasfemias?

Los fariseos y doctores de la ley nos enseñan lo que no debemos ser. Estaban sentados: seguros de sí mismos. Son piadosos y conocen las Escrituras, pero no aceptan a quien no comulga con sus convicciones. Falla la humildad.

Viendo Jesús la fe que tenían, dijo: Hombre, tus pecados te quedan perdonados.

Encuentra los ojos apagados del paralítico; luego, los ojos expectantes de los camilleros. Le llega al corazón la postración del paralítico, pero le impacta más la fe de los camilleros. Actúa de inmediato para infundir plenitud de vida. Primero el espíritu, luego el cuerpo. No ha habido palabras; solamente gestos. Recibimos como dirigidas a nosotros las palabras de Jesús: A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa.

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