El pueblo que vivía en tinieblas vio una luz intensa, a los que vivían en sombras de muerte les amaneció la luz.
Volvemos a escuchar palabras pronunciadas treinta años antes. Las del padre del Bautista: La luz para iluminar a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte (Lc 1, 79). Las del anciano Simeón: Tu salvación que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a las gentes y gloria de tu pueblo Israel (Lc 2, 31-32). Las del ángel de Belén: Os anuncio una gran alegría que lo será para todo el pueblo (Lc 2, 10).
Ahora, el Evangelista cita al profeta Isaías para explicar lo que significa el que Jesús traslade su residencia de Nazaret a Cafarnaún. Es una nueva Epifanía: la del Evangelio. Claro que, bien mirado, todos los días son de Epifanía, porque todos los días, si atentos, se nos manifiesta el Señor a través de toda circunstancia, relevante o irrelevante.
Su fama se extendió por toda Siria y le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y Él los curaba.
Contemplemos a Jesús caminando de pueblo en pueblo proclamando que el Reino ya está entre nosotros. Contemplemos también a los que le siguen: no entienden bien lo que oyen, pero perciben que ahí está el secreto de todo lo que persiguen en sus vidas. Les atrae este Jesús tan poco moralizante pero que invita a creer que el Reino de Dios ya ha llegado, aunque las circunstancias indiquen lo contrario. Todo es cosa de creer en el enviado de Dios.
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