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07/03/2021 Domingo 3º de Cuaresma (Jn 2, 13-25)

Se hizo un látigo de cuerdas y expulsó a todos del templo, ovejas y bueyes; esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas.

¡Jesús con un látigo! ¡Desparramando monedas y volcando mesas! ¡Jesús furioso y violento! Imagen difícil de asimilar para quienes nos hemos acostumbrado a su invitación: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). Para tratar de entender a este insólito Jesús conviene recordar que es un hombre como nosotros, en todo como nosotros menos en el pecado (Heb 4, 15). Nos viene bien también contemplar a José y María que tampoco entienden la conducta del doceañero Jesús en aquel mismo templo. Jesús-Dios y Jesús-Hombre: misterio que, agradecidos, aceptamos en fe; no hay espacio para la razón.

El gesto de Jesús encaja bien en lo proclamado por algunos grandes profetas de Israel como Isaías, Jeremías o Amós. Pero proclama algo más transcendental: es el anuncio de su muerte y resurrección; el anuncio de que ese cuerpo suyo crucificado y resucitado será el lugar privilegiado para el encuentro del hombre con Dios. El nuevo templo del cristiano no será ninguna edificación material, sino la persona de Jesús: Derribad este templo y en tres días lo reconstruiré… Hablaba del templo de su cuerpo.

Quitad eso de aquí y no convirtáis la casa de mi Padre en un mercado.

Los humanos somos capaces de transformar lo sagrado en abominable. Capaces de transformar el lugar para el culto a Dios, en lugar para el propio beneficio. No que el culto de Dios esté reñido con el propio beneficio; al contrario. Pero cuando uno se busca a sí mismo, en lo material o en lo espiritual, pierde el norte. Dirá Santa Teresa: ¡cuánto pierde, Señor, el que se queda consigo mismo! Y el Papa Francisco: no vivamos en la continua búsqueda de nuestro interés en vez de en el amor generoso y solidario. Para Jesús la projimidad importa más que la piedad.

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