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07/04/2021 Miércoles de la Octava de Pascua (Lc 24, 13-35)

Aquel mismo día, dos de ellos iban a una aldea llamada Emaús distante unas dos leguas de Jerusalén. Iban comentando todo lo sucedido.

Son dos. Uno se llama Cleofás. ¿Y el otro? ¿Quizá la mujer de Cleofás? Hace años un autor escribió una meditación sobre este episodio y la tituló: Cleofás y el otro. Invitaba al lector a ocupar el lugar de ese otro.

Caminan tristes, decepcionados. ¡Con cuánto entusiasmo habían seguido a Jesús! Ahora, con la crucifixión, todo se ha venido abajo. Regresan a su aldea, a su vieja vida. Escapar a Emaús, huir de la comunidad, seguir el propio camino con la excusa del desencanto provocado por una mediocre comunidad, es una tentación grave para todo discípulo.

Cleofás y el otro están molestos consigo mismos; por su candidez dejándose embaucar tan fácilmente. Se confiesan con un desconocido buscando alivio a su desazón. Todos podemos vernos reflejados en Cleofás y el otro. No es que estén o estemos desinformados; es que no supieron, no sabemos, entender e interpretar lo que sucede.

¡Qué necios y torpes para creer cuanto dijeron los profetas!... Y comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas les explicó lo que en toda la Escritura se refería a Él.

Escuchadas sus cuitas, el desconocido les proporciona un buen sobresalto; les trata de necios y torpes. Y ahora les toca a ellos escuchar. Y así, poco a poco, sin sentirlo, la llama extinguida comienza a arder de nuevo en el corazón. Al final, sentados a la mesa, le reconocerán en el gesto de la fracción del pan. Pero para que el encuentro eucarístico sea un encuentro auténtico con el verdadero Jesús, es necesaria una apertura previa de los ojos del corazón a las Escrituras.

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