Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.
Jesús se conmovía ante la deplorable situación de las gentes de su tiempo, porque andaban desamparadas y dispersas, como ovejas que no tienen pastor (Mt 9, 36). ¿Cómo reaccionaría hoy? De forma muy parecida. Un ejemplo nada más: se dice que la mitad de nuestros jóvenes han considerado en algún momento la idea del suicidio.
Jesús ha comenzado el gran discurso de la montaña prometiendo la felicidad a todos, a la gente y a los discípulos. Para eso es necesario seguir el camino de las bienaventuranzas. Ahora dirige sus palabras solamente a los discípulos, y les/nos apremia a ser la sal y la luz del mundo. La sal y la luz no existen para sí mismas, sino para los demás. La luz no alumbra para ser vista directamente, sino para que veamos lo que tenemos alrededor. Tampoco la sal se come directamente; sirve para sazonar los alimentos. Jesús nos está urgiendo a vivir el Evangelio no en función de nosotros mismos, sino en función de los demás; que también ellos sepan de vida en abundancia.
Estamos llamados a ser saboreados sin ser vistos, como la sal. Estamos llamados a consumirnos, como el aceite de una lámpara, mientras damos colorido a la vida. Cada uno de nosotros debe ser como una chispa de luz, tan humilde como brillante, en medio de la oscuridad que nos rodea. Así es cómo las gentes dan gloria de Dios, porque la gloria de Dios consiste en el bienestar de los hombres. No somos del mundo, pero estamos en el mundo y somos para el mundo. Como Él.
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