Es la fiesta del Sagrado Corazón, la fiesta del Amor. La primera lectura nos ofrece un sabroso aperitivo con las palabras de Dios en Oseas: Fui para ellos como quien alza una criatura a las mejillas. Delicioso aperitivo. Podrían haberlo sido también las palabras de Isaías: Como aquel a quien su madre consuela, así yo os consolaré. Al verlo se os alegrará el corazón, vuestros huesos como césped florecerán (Is 66, 13-14).
El plato fuerte de esta fiesta del Amor es el del Evangelio: Uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua. ¡Qué mejor imagen del amor hasta el extremo! Es el último gesto de Jesús, icono de un parto tan doloroso como glorioso. Es la nueva Eva que nace del nuevo Adán. El corazón de Dios se abre para nosotros, para que gustemos qué bueno es el Señor. Sobre todo para los que nos sentimos más indignos y pecadores. Del corazón abierto de Dios brota el perdón de los pecados, representado por la sangre, y la efusión del Espíritu, representada por el agua.
San Pablo, en la segunda lectura, nos invita a disfrutar del banquete del Amor. Nos pide que estemos arraigados y cimentados en el Amor, de modo que logremos comprender, junto con todos los santos, la anchura y longitud y altura y profundidad, y conocer el amor del Mesías, que supera todo conocimiento. Así nos llenamos del todo de la plenitud de Dios. Y nos gozamos en la certeza de que toda lengua confesará que Cristo Jesús es el SEÑOR, para gloria de Dios Padre (Flp 2, 11).
El Papa Francisco nos invita a repetir frecuentemente esta sencilla oración: Jesús, haz que mi corazón se parezca al tuyo. De este modo, nuestro corazón, poco a poco, se volverá más paciente, más generoso, más misericordioso.
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