Dirigiendo la mirada a los discípulos, les decía: Dichosos los pobres porque el reinado de Dios les pertenece.
Recreamos la escena. Jesús está rodeado de una multitud llegada de todas partes, judíos y no judíos: toda la gente intentaba tocarlo porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos. Ante todos ellos proclama las Bienaventuranzas, pero lo hace dirigiendo la mirada a los discípulos. Es que, para quien no es discípulo, resulta imposible entenderlas. Es cierto que, al final, la salvación del Salvador llega a todos. Pero antes de llegar a ese final, serán solamente los más cercanos los que serán dichosos.
Las Bienaventuranzas son comprendidas solamente cuando se comprende a Jesús. Solamente entonces se sabe de dicha. Es una felicidad ininteligible para quienes no le conocen; aunque estén tocándole y estén siendo sanados de sus enfermedades.
Dichosos los pobres.
Dichosos los que asumen su indigencia, su dependencia. Dichoso yo si vivo convencido de que Jesús es quien lleva todo el peso; convencido de que Él ha cargado sobre sus hombros y sobre su cruz todos mis delitos. Entonces disfruto de la libertad y de la confianza viviendo a costa del Señor. Dichoso yo por vivir establecido en la más maravillosa gratuidad.
El Papa Francisco comenta: Bienaventurados quiere decir felices. Decidme: ¿Buscáis de verdad la felicidad? En una época en que tantas apariencias de felicidad nos atraen, corremos el riesgo de contentarnos con poco, de tener una idea de la vida en pequeño. ¡Aspirad, en cambio, a cosas grandes!
San Pedro proclama así la dicha del creyente: Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible (1 P 1, 3).
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