Entonces fue Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara.
Ha vivido treinta años en el anonimato, como uno más, compartiendo las penas y las alegrías de la convivencia cotidiana de Nazaret. Jesús vivió casi toda su vida como un buen hijo, como una buena persona, como un buen carpintero. Ahora deja su pueblo para unirse a tantos que responden a la llamada del Bautista. Y, como tantos otros, hace cola para recibir el bautismo. Éste es el momento que marca un antes y un después en su vida.
Apenas se bautizó Jesús, salió del agua y se abrió el cielo… Se escuchó una voz del cielo que decía: Éste es mi Hijo amado en quien me complazco.
Después de muchos años de silencio, se le abrió el cielo. Se inaugura la nueva era de la comunicación directa y permanente entre Dios y el hombre; se inaugura la alianza nueva y eterna. Desde esta profunda experiencia de Dios, Jesús emprende la tarea de proclamar la Buena Noticia del Reino.
Esta fiesta del bautismo del Señor debe ayudarnos a redescubrir nuestro propio bautismo. El Papa Francisco comenta: Así como Jesús es el Hijo amado del Padre, también nosotros, renacidos del agua y del Espíritu Santo, sabemos que somos hijos amados, que somos objeto de la satisfacción de Dios, hermanos y hermanas de muchos otros, con una gran misión de testimoniar y anunciar a todos el amor ilimitado del Padre.
Las palabras que Dios pronuncia en el Jordán, se repetirán sobre el Tabor. Pero Pedro, Santiago y Juan escucharán una palabra más: ESCUCHADLE. Esa es la tarea primordial de todo cristiano. Hoy, mientras contemplamos a Jesús siendo bautizado por el Bautista y escuchamos la voz del cielo, afirmémonos en escuchar a quien es la Palabra de Dios. Porque, como dice Juan de la Cruz, en Él Dios nos lo tiene todo dicho y revelado y hallaremos en Él aún más de lo que pedimos y deseamos.
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