Los judíos trajeron otra vez piedras para apedrearle.
Ha subido a Jerusalén para la fiesta de la Dedicación. Es invierno y se pasea en el atrio del templo (v. 22-23). Los dirigentes judíos quieren apedrearle porque, siendo hombre te haces a ti mismo Dios. Jesús, a pesar de las piedras, no parece alterado. Parece acostumbrado a ver piedras en manos judías.
Tratando de comprender a aquellos hombres tan religiosos y tan opuestos a Jesús, entendemos que su Dios tiene poco que ver con el Dios de Jesús. No es sencillo aceptar el Dios de Jesús; tampoco para quienes pensamos que sí lo hemos aceptado. Nos cuesta asimilar la locura de la Encarnación y de la Cruz. Nos cuesta enterarnos de tanta misericordia y gratuidad.
Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero si las hago, aunque a mí no me creáis, creed por las obras, y así sabréis y conoceréis que el Padre está en mí y yo en el Padre.
Jesús, siendo de condición divina, no codició el ser igual a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo (Flp 2, 6-7). ¿Cómo reconocer a Dios en el hijo del carpintero de Nazaret, un hombre que lava los pies de sus discípulos y luego es crucificado?
Aquellos dirigentes judíos pueden ser exculpados. Y, con ellos, todos los que no aceptan la tremenda irracionalidad de un Hombre-Dios. Pero nosotros, los que hemos sido agraciados con el don de la fe, tenemos todos los motivos para vivir en la alabanza y la gratitud. Porque, sin verlo, creemos en Él y nos alegramos con gozo indecible y glorioso, pues vamos a recibir, como término de la fe, la salvación personal (1 P 1, 8-9).
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