Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen.
En el mes de mayo, coincidiendo con el cuarto domingo de Pascua, celebramos el domingo del Buen Pastor. Lo hacemos escuchando un fragmento de la parábola del Buen Pastor. Parábola que nos hace recordar aquella otra de la oveja perdida en que el pastor abandona el rebaño para salir en busca de la descarriada y, cuando la encuentra, la carga sobre los hombros y vuelve alegre con ella al redil.
La parábola del Buen Pastor es una invitación a la confianza y a la familiaridad con Él. ¿Cómo llegar a esa confianza y familiaridad? Nos lo dice Él: Escuchando su voz. ¿Y cómo escuchamos su voz? Mediante la lectura orante de la Palabra de Dios, especialmente de los Evangelios. Así es como llega a instalarse en nosotros la certeza de que nuestra vida está totalmente segura en las manos del Señor. Porque la fuerza sacramental de la Palabra-Escritura es tan eficaz como la fuerza sacramental de la Palabra-Eucaristía: Pues viva es la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos (Hbr 4, 12).
Mis ovejas escuchan mi voz. Este es el requisito imprescindible para que las ovejas sigamos al Pastor. Por eso necesitamos poner la Palabra de Dios en el centro de nuestra oración y de nuestra convivencia. Jesús alimenta a sus ovejas con el pan de su palabra y con la carne y sangre de su vida entregada por nosotros y ofrecida como alimento en la mesa del altar.
Yo las conozco. Jesús conoce a sus ovejas, nos conoce, mejor de lo que nosotros nos conocemos a nosotros mismos. Nos conoce con el mejor de los conocimientos, el del amor. Es un conocimiento tan profundo, una unión tan cordial, que nada ni nadie puede quebrantarla. Tampoco el pecado. Así lo dice san Pablo: Estoy seguro de que ni la muerte ni la vida…, ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro (Rm 8, 36-39).
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