Le han hecho una serie de preguntas más o menos comprometidas y más o menos importantes: que si su autoridad, que si el tributo a César, que si el matrimonio… La pregunta de hoy es la más trascendental: ¿Cuál es el precepto más importante?
La respuesta de Jesús parece poco original; responde citando el Deuteronomio (6, 4-5) sobre el amor a Dios, y citando el Levítico (19, 18) sobre el amor al prójimo. Pero es una respuesta absolutamente novedosa porque unifica los dos mandamientos. Habrá momentos en que llegará incluso a poner el amor al prójimo por delante del amor a Dios. Como cuando dice que primero el hermano y luego el altar (Mt 5, 24).
Es normal que los cristianos que no han asimilado todavía el Evangelio, centren su interés en el amor a Dios, en ejercicios de piedad eucarística o devocional, y en una religiosidad intimista y egocéntrica. Pero cuando esos cristianos comienzan a asimilar el Evangelio, entonces su religiosidad se va centrando más y más en los prójimos.
Así lo entiende el discípulo amado: Quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve (1 Jn 4, 20). Así lo vive Teresa de Lisieux en la última etapa de su vida: Dios me ha concedido la gracia de comprender lo que es la caridad. Es cierto que también antes la comprendía, pero de manera imperfecta. Yo me dedicaba sobre todo a amar a Dios.
No hay precepto mayor que éstos.
Dice el Papa Francisco: Amar a Dios quiere decir invertir cada día nuestras energías para ser sus colaboradores en el servicio sin reservas a nuestro prójimo, en buscar perdonar sin límites y en cultivar relaciones de comunión y fraternidad.
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