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08/08/2021 Domingo 19 t.o. (Jn 6, 41-51)

Los judíos murmuraban de Él porque había dicho: Yo soy el pan que ha bajado del cielo. Y decían: ¿No es éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos?

Aquellos judíos eran buena gente; acudían fielmente a la sinagoga todas las semanas y procuraban no hacer daño a nadie. Claro que, como nos puede suceder a nosotros, necesitaban algo más; necesitaban entender bien lo que dice San Alberto Hurtado: Es bueno no hacer el mal, pero es malo no hacer el bien. Y, desde luego, necesitaban desinstalarse; sacudirse el peso de la tradición y del pasado para abrirse a la novedad de Jesús.

Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre.

La primera lectura nos ha mostrado al gran profeta Elías. De la noche a la mañana, su gran éxito ante el pueblo de Israel se ha convertido en un fracaso absoluto. Escapa deprimido, se adentra en el desierto, se desea la muerte, y se tiende bajo una retama. El ángel del Señor le despierta y le anima a levantarse y comer, para afrontar un camino superior a sus fuerzas.

Cuando las cosas van bien caemos en la torpeza de creernos algo. Necesitamos experimentar la amargura del fracaso; así aprendemos a dejarnos llevar por la luz y la fuerza del Señor, el pan vivo bajado del cielo. Ahora que hemos dejado atrás los tiempos de la misa espectáculo o concierto, ahora que la asamblea ha recobrado el protagonismo que le pertenece, ahora que todos nos entendemos y todos participamos y todos celebramos y todos concelebramos, la Eucaristía nos debe llevar a vivir en la gratuidad, en el agradecimiento, en la actitud samaritana de servicio.

Os aseguro que quien cree tiene vida eterna. Jesús repite esta afirmación con estas otras palabras: El que coma de este pan vivirá para siempre. La fe en Jesús es vivencia actual de salvación. Vivencia como la que canta en el Magnificat la madre de Jesús, la dichosa por haber creído.

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