Yendo un día juntos por Galilea, les dijo Jesús: El Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le matarán, y al tercer día resucitará. Y se entristecieron mucho.
Es la segunda vez que Jesús anuncia a los discípulos el trágico fin que le espera en Jerusalén. Lo hará más veces porque, evidentemente, a ellos no les cabe en la cabeza un final tan terrible para el Maestro. En la primera ocasión (Mt 16, 21) había dicho que sería asesinado por la autoridad religiosa judía (ancianos, sumos sacerdotes y escribas); ahora, universalizando el horizonte, dice que los asesinos serán los hombres; seremos los hombres. Y es verdad porque todos estamos implicados ya que por todos murió.
Para que no les sirvamos de escándalo, vete al lago, echa el anzuelo y el primer pez que salga, cógelo, ábrele la boca y encontrarás una moneda. Tómala y paga por ti y por mí.
Ser motivo de escándalo para los fariseos, para quienes se creen en posesión de la verdad, es algo que a Jesús le gusta hacer. Pero nunca se le ocurre ser motivo de escándalo para los más sencillos; aunque tenga que ir contra sus convicciones. Convicciones que, en este caso, pasan por los lugares de culto. Su convicción es ésta: Llega la hora, ya estamos en ella, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad (Jn 4, 23).
¿No será que continuamos empeñados en mantener el culto ligado a unos lugares y tiempos, cuando, al final de la vida, no se nos pedirá cuentas sobre nada de eso? ¿No será que nos refugiamos en lo que nosotros consideramos más sagrado, el templo, para eludir lo que el Señor considera más sagrado, el prójimo?
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