¿Tendrá que agradecer al siervo que haga lo mandado? Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho cuanto os han mandado, decid: Somos siervos inútiles, solo hemos cumplido nuestro deber.
Es una comparación sorprendente. Es cierto que el siervo, cuando ha cumplido su deber, no acude al amo pidiendo recompensas. Pero es que nosotros no somos siervos, sino hijos. Claro que tampoco los buenos hijos, cuando han hecho lo que su padre les ha mandado, corren a él en busca de retribuciones. Lo característico de quien se mueve en la órbita del Reino no es la reciprocidad, sino la gratuidad. Con esta sorprendente comparación Jesús denuncia la religiosidad farisea basada en los méritos.
Conviene estar atentos, porque esa religiosidad farisea la llevamos todos dentro más o menos encubierta. Conviene recordar las palabras de Pablo: ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido (1 Cor 4, 7).
Nuestra manera de mirar a los prójimos peca de superficial. Quienes nos complacen son buenos, y quienes no nos complacen son malos. Y les hacemos responsables de su manera de ser; unos merecen y otros no merecen nuestra benevolencia. La manera de mirar de Jesús es distinta. Sabe que tener cualidades no significa tener más méritos que quien no las tiene. Sabe también que el perdón no es un acto de justicia, sino de amor. Y mientras nosotros, sus discípulos, no entendamos esto, viviremos sin enterarnos de lo más nuclear del Evangelio.
El Maestro nos enseña a vivir en la gratuidad; a servir sin esperar nada a cambio: Os he dado ejemplo para que hagáis lo mismo que yo he hecho… Si lo sabéis y lo cumplís, seréis dichosos (Jn 13, 15-17).
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