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08/12/2023 Inmaculada Concepción (Lc 1, 26-38)

Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo.

¡Mujer llena de gracia, sobreabundante de gracia, cuya plenitud desborda a la creación entera y la hace reverdecer! (San Anselmo). ¡Salve, vientre de bodas divinas! (Himno Akathistos).

Con las palabras del ángel a María, comienza el cumplimiento de las antiguas promesas; antiguas como la misma creación: Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; Él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar (Gen 3, 15). Pero no solo da comienzo el cumplimiento de las promesas; la cosa va mucho más allá de lo humanamente imaginable, ya que Dios irrumpe en la historia haciéndose como uno de nosotros en el seno de María. Ante un misterio tan sobrecogedor, todo otro misterio palidece.

María fue la primera en experimentar la gran alegría para todo el pueblo anunciada por el ángel a los pastores nueve meses más tarde (Lc 2, 10). Ella nos hace a todos partícipes de esa alegría con su total disponibilidad: He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra. Ella, desde su experiencia personal de salvación y consciente de la gratuidad más absoluta, comprende que la misericordia de Dios hacia ella se extenderá a todos los hijos e hijas de Dios de generación en generación. Comprende que si ella es la llena de gracia, inmaculada desde su concepción, todo ser humano será llevado hasta esa plenitud de gracia.

Contemplando a María se hace un poco menos difícil comprender que, más allá de nuestras miserias personales y de los horrores de la humanidad, la entrañable misericordia de nuestro Dios nos va conduciendo a una vida de plenitud, cuando Dios será todo para todos (1 Cor 15, 28).

También María fue salvada por Cristo, pero de una forma extraordinaria, porque Dios quiso que desde el instante de la concepción, la madre de su Hijo no fuera tocada por la miseria del pecado (Papa Francisco).

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