Inmediatamente obligó a sus discípulos a subir a la barca y a ir por delante hacia Betsaida, mientras Él despedía a la gente.
Inmediatamente. Hay urgencia. Los discípulos han regresado de su misión. Jesús ha intentado llevarlos a descansar. Pero no pudo ser. La gente siguió agobiándoles (vv. 31-33). Acaban de tener una jornada agotadora que concluye con el milagro de los panes y los peces. Jesús teme que el éxito del momento ofusque a los discípulos, y decide desconectar. Así que inmediatamente les obliga a entrar en la barca y pasar a la otra orilla.
Al atardecer, estaba la barca en medio del mar y Él, solo, en tierra.
Él ha despedido a la gente y ha subido al monte a orar. Podemos imaginar que la luna brilla en la noche, y que el momento es propicio para fantasmas y miedos. Así que cuando Él se acerca caminando sobre las aguas, ellos se ponen a gritar presas del pánico: creyeron era un fantasma. La sintonía entre ellos y Jesús dista mucho de ser perfecta.
Jesús nos obliga a adentrarnos en la aventura de la vida y de la misión. Aparentemente solos. Pero no nos pierde de vista: Viendo que ellos se fatigaban remando…
Él, al instante, les habló, diciéndoles: ¡Ánimo!, que soy yo, no temáis.
No temáis. ¡Jesús lo repite tanto! A Jesús le gusta presentarse en medio de la oscuridad y de las tormentas. Pero no es fácil identificarle de inmediato. Cuesta descorrer el velo de la depresión o de la desgracia para reconocerle. Cuesta descubrir el esplendor de su gloria en la cruz. ¡No temais! Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20).