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09/01/2025 Jueves después de Epifanía (Mc 6, 45-52)

  • Foto del escritor: Angel Santesteban
    Angel Santesteban
  • 8 ene
  • 2 Min. de lectura

Inmediatamente obligó a sus discípulos a subir a la barca. Él se fue al monte a orar.

En esta ocasión, cosa rara, Jesús parece tener prisa. Es que la multitud, entusiasmada con el milagro de los panes y los peces, según dice el evangelista Juan, quiere proclamarle rey. Y Jesús teme que sus discípulos se contagien de esa fiebre de nacionalismo y de poder. Así que obliga a los discípulos a embarcarse hacia Betsaida, en territorio semipagano. Les obliga a abrirse a la universalidad. Pero ese trayecto no resulta nada sencillo.

Al atardecer, estaba la barca en medio del mar. Se fatigaban mucho, pues el viento les era contrario.

Las fuerzas del mal, las que intentan impedir que el hombre lo sea en plenitud, se oponen a ese trayecto. Cualquier excusa es buena para que los discípulos cambien de rumbo y se dirijan a Genesaret, territorio judío. Hay mucha resistencia en los discípulos a salir de su mundo.

A pesar de todo, Jesús se hace presente a sus discípulos en medio de la tormenta: Viene hacia ellos caminando sobre el mar y quería pasarles de largo. Creyeron que era un fantasma y se pusieron a gritar.

Le encanta al Señor manifestarse en la tormenta; o noche oscura que llama Juan de la Cruz. Lo que pasa es que en la noche Jesús es difícil de identificar. Aparece como fantasma, o depresión, o desgracia.

A estas alturas de su seguimiento, los discípulos tienen una fe poco madura. Conocen a Jesús de manera imperfecta. Todavía les queda por experimentar la mayor de las tormentas; la de la cruz. Una vez superada esa tormenta, entonces sí podrán considerarse auténticos seguidores de Jesús.

 

 
 
 

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