Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas…
Las lecturas de hoy, tanto la de Jeremías como la del Evangelio, ilustran bien la primera de las Bienaventuranzas: Dichosos los pobres de corazón. Tenemos, por una parte, al rico de la parábola que confía en sus riquezas. Tenemos, por otra parte, al pobre Lázaro que no tiene otro remedio que confiar en Dios.
Recordemos que hay muchas clases de riquezas: materiales, sociales, intelectuales, espirituales… Es cierto que la pobreza de corazón puede convivir con cualquiera de ellas, como es cierto que cualquiera de ellas puede privarnos de la pobreza de corazón y hacer de nosotros unos epulones egocéntricos e insolidarios.
Entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan hacerlo; ni de ahí puedan pasar hacia nosotros.
La imagen tradicional para representar un final alejado de Dios es la del fuego: las llamas del infierno. En la parábola de hoy Jesús nos ofrece una imagen mejor: la del abismo. El abismo caracteriza mejor las distancias y las indiferencias hacia los prójimos y, por tanto, hacia Dios-Padre. La parábola no condena la posesión de bienes; lo que condena es la indiferencia y la insolidaridad ante las necesidades de los prójimos.
El Papa Francisco nos dice: La Cuaresma es el tiempo propicio para renovarse en el encuentro con Cristo vivo en su Palabra, en los sacramentos y en el prójimo. Que el Espíritu Santo nos guíe a realizar un verdadero camino de conversión, para redescubrir el don de la Palabra de Dios, ser purificados del pecado que nos ciega, y servir a Cristo presente en los hermanos necesitados.
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