El primer día de la semana, muy temprano, todavía a oscuras, va María Magdalena al sepulcro y observa que la piedra está retirada del sepulcro.
La primera es María Magdalena; luego llegan Pedro y Juan. Los tres quedan desconcertados ante la tumba vacía. ¿Quizá recuerdan que Jesús les ha hablado en repetidas ocasiones de su muerte y resurrección? Quizá. Pero le han visto muerto y lo de la resurrección ni se les pasa por la cabeza. Lo increíble es difícil de creer.
Entonces corre adonde estaban Simón Pedro y el otro discípulo, el predilecto de Jesús, y les dice: Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto.
María Magdalena que, como tantos otros discípulos y discípulas quiere tanto a Jesús, puede quererle mejor. Lo que el Señor hace con ella, lo puede hacer con todos nosotros. Porque primer buscamos a Jesús entre los muertos, practicando el cristianismo de las buenas obras. Pero la experiencia del Resucitado lo cambiará todo. Jesús encuentra a María Magdalena sola ante el sepulcro y le dice: Deja de tocarme y vete a decir a mis hermanos (Jn 20, 17). Así es cómo dejamos atrás el cristianismo de las buenas obras y vivimos el cristianismo de la gratuidad y de la misión.
Entonces entró el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro; vio y creyó.
Los discípulos necesitamos tiempo para creer de verdad en la resurrección; unos más que otros. Pedro más que Juan. Necesitamos tiempo para verlo y vivirlo todo a la luz de la resurrección. Necesitamos tiempo para cambiar la manera de vivir la vida y olvidar temores, pesimismos y decepciones. Necesitamos tiempo para que los ojos, acostumbrados a la penumbra de lo institucional, se acostumbren a la nueva luminosidad.
Juan, el primero en creer, proclamará con entusiasmo este don de la fe en el Resucitado: Lo que hemos visto con nuestros ojos y palparon nuestras manos acerca de la Palabra de vida os anunciamos: la Palabra de vida… Os escribimos esto para que se colme vuestra alegría (1 Jn 1, 1-4).
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