Como el Padre me amó así yo os he amado; permaneced en mi amor.
Conviene recordar el cuándo y el dónde de estas palabras de Jesús. Las pronuncia en la sobremesa de la última cena. Conviene recordar también las palabras que presiden la última cena: Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Nuestras vidas deberían estar presididas por estas palabras: nos amó, y nos sigue amando, hasta el extremo, más allá de lo imaginable. El Evangelio de hoy rebosa intensidad e intimidad. Todo gira en torno al amor.
Hablamos mucho del amor. Pero es complicado definirlo o comprenderlo. Igual que es complicado definir o comprender a Dios, que es Amor. Vivimos inmersos en el amor, igual que el embrión humano en el seno de su madre. Unos pocos, los creyentes, somos conscientes de esto. La inmensa mayoría de la humanidad no es consciente. Nuestra tarea de creyentes es ser cada día un poco más conscientes de esta realidad; de esta suprema realidad. Solo el amor es digno de fe. Lo demás es secundario.
De niños aprendimos los diez mandamientos de Dios y los cinco de la Iglesia. No importa que los olvidemos todos. Para Jesús, como hemos escuchado en el Evangelio, solamente hay un mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. Si guardamos este mandamiento, permanecemos en su amor.
Este amor no es un sentimiento pasajero; es, como dice el Papa Francisco, una actitud fundamental del corazón. Una actitud de disponibilidad a cada hermano, sea quien sea y en cualquier situación que se encuentre, empezando por quien está cerca de mí en la familia, en el trabajo…
Jesús nos ha dicho también: Os he dicho esto para que participéis de mi alegría y vuestra alegría sea colmada.
Los creyentes no podemos ir por la vida con caras largas. El gozo y la paz interior que nos da el sabernos amados y sabernos salvados deberían ser evidentes en nuestros ojos y en nuestras actitudes. Pesimismos y amarguras no tienen cabida en la vida de un cristiano.
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