Os aseguro que yo soy la puerta del rebaño.
Ayer celebrábamos el domingo del Buen Pastor. Hoy Jesús nos ofrece otra comparación: Él es también la Puerta. Para llegar al Padre hay que pasar por la Puerta. También para llegar a nuestros prójimos hay que pasar por esa misma Puerta.
Las ovejas oyen su voz, Él las llama por su nombre y las saca.
Las saca. San Juan de la Cruz, comentando el verso salí sin ser notada, dice que el alma salió en una noche oscura, sacándola Dios. Cuando oímos su voz y escuchamos cómo pronuncia nuestro nombre, entonces, solamente entonces, salimos: entonces somos sacados de nosotros mismos. Así sucedió a Pablo: Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (Gl 2, 20).
Las llama por su nombre. La imagen del rebaño podría resultarnos incómoda; suena a algo gregario e impersonal. Pero Jesús acentúa exactamente lo contrario, porque establece con cada uno una relación de intimidad.
Quien entra por mí se salvará.
La puerta que es Jesús, nunca está cerrada; está abierta siempre y a todos, sin exclusiones, sin privilegios. Todos están invitados a cruzar esta puerta, a entrar en su vida, y a hacerle entrar en nuestra vida, para que la transforme, la renueve, le dé alegría plena y duradera (Papa Francisco).
Podrá entrar y salir y encontrar pastos.
Podrá entrar y salir. Es decir, disfrutará de la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Y encontrar pastos. De eso se trata, para eso vino al mundo: Para que tengan vida y la tengan en abundancia. La salvación que Jesús ofrece comienza en esta vida, porque nos vacía de miedos y nos llena de luz y de esperanza.
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