Después de ser el blanco de una serie de preguntas, ahora es Él quien pregunta: ¿Por qué dicen los letrados que el Mesías es Hijo de David? Pero ninguno pudo darle una respuesta (Mt 22, 46).
El escenario es el templo de Jerusalén. El pueblo judío creía que el Mesías sería un hijo de David. Así se había expresado, por ejemplo, el ciego de Jericó: ¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí! (Mc 10, 47). Es un título que habla de un mesianismo político: el Mesías liberaría al pueblo de la dominación romana. Así había sido aclamado Jesús en su reciente entrada triunfal en Jerusalén: ¡Bendito el reino que viene de nuestro padre David! (Mc 11, 10).
Por eso que el título de Hijo de David, no es del agrado de Jesús; el Mesías, más que Hijo de David es Señor de David. Además, el suyo es el mesianismo del fracaso más que del triunfo, al menos desde una perspectiva humana. Jesús prefiere el título de Hijo del Hombre, en sintonía con lo profetizado por Isaías: Ofrecí mis espaldas a los que me golpeaban…; mi rostro no hurté a los insultos y salivazos (Is 5, 6). En verdad, tal como leemos en el mismo profeta, mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos son mis caminos (Is 55, 8).
Evidentemente, el mesianismo de Jesús tiene poco que ver con lo que la gente esperaba. Pero, ¿no es cierto que también a nosotros nos cosquillea el gusanillo del triunfalismo eclesial o personal? El mesianismo de Jesús supera toda lógica y toda expectativa humana. El Nuevo Testamento no es producto del Antiguo; es exactamente al revés. Todo, lo pasado y lo por venir, todo debe ser entendido desde Jesús, el fundamento de todo.
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