¿Podrá un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?
En el Evangelio de Mateo, cuando Jesús habla de ciegos que guían a otros, se refiere a los fariseos (Mt 15, 14). Aquí, en Lucas, se está refiriendo a sus discípulos. Es que lo de creernos mejores o superiores a otros, que es un claro síntoma de ceguera, se da también entre cristianos. Envueltos en una aureola de rectitud y santidad, juzgamos sin misericordia a cercanos y lejanos, a políticos y a magnates. No debiera ser así, porque…
¿Cómo es que miras la brizna que hay en el ojo de tu hermano y no reparas en la viga que hay en tu propio ojo?
Jesús dice: No juzguéis, y no seréis juzgados (Mt 7, 1). Y Pablo: ¿Quién eres tú para juzgar al criado ajeno? Que se mantenga en pie o caiga solo interesa a su amo; pero quedará en pie, pues poderoso es el Señor para sostenerlo (Rm 14, 4). Y Santiago: ¿Quién eres tú para juzgar? (St 4, 12).
Soy ciego si me amargo la vida ante la insensatez de la sociedad, ante la incompetencia de los clérigos, ante la poca formalidad de quienes me rodean. Soy ciego porque me creo mejor. Soy ciego porque no soy consciente de mi impotencia y de mi nada. Soy ciego porque no he descubierto ni la misericordia ni la gratuidad. Soy ciego porque no he llegado a entender que Jesús nos salva sin juzgarnos.
Para no ser ciego y no juzgar a los demás, debo comenzar por verme a mí mismo tal como soy, aceptando mi miseria. Mientras no aprenda esto, nada puedo enseñar. Contemplando a Jesús aprenderé a actuar como Él, abrazando actitudes generosas con todos.
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