Había un propietario que plantó una viña, la rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar, construyó una torre, la arrendó a unos labradores y se marchó lejos.
La viña podría representar a nuestra santa y pecadora Iglesia. Representa también a mi propia persona. Seremos cristianos piadosos y buena gente, pero ¿no habremos adoptado una actitud de dueños de la viña? ¿No pretendemos tenerlo todo bajo control a pesar de tener claro que debemos actuar como si todo dependiese de nosotros sabiendo que todo está en manos del Señor? La actitud de dueño de la viña emponzoña y desequilibra todo, tanto el bienestar de lo interior como la armonía de la convivencia.
Jesús pronuncia esta parábola en el templo de Jerusalén. La historia de José que hemos escuchado en la primera lectura se va a repetir en Él. La cruz y la muerte están cercanas; y lo sabe. Y deja el control de su vida en manos de Abbá. El Papa Francisco dice: El camino de nuestra redención es un camino de muchos fracasos. También el último, el de la cruz, es un escándalo. Pero precisamente ahí vence el amor. Y esa historia que comienza con un sueño de amor y continúa con una historia de fracasos, termina en la victoria del amor: la cruz de Jesús.
La piedra que desecharon los arquitectos es ahora la piedra angular.
Jesús se aplica a sí mismo las palabras del salmo 118. Traicionado y asesinado, se ha convertido en instrumento de salvación para todos: Si por el delito de uno murieron todos, ¡cuánto más la gracia de Dios y el don otorgado por la gracia de un hombre, Jesucristo, se han desbordado sobre todos! (Rm 5, 15).
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