Cuando el Hijo del Hombre venga en su gloria acompañado de todos sus ángeles, entonces se sentará en su trono de gloria.
Grandiosa y elocuente escena. Parecida a la que nos ofrece san Pablo: Dios lo exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos (Flp 2, 9-10). Ninguna parábola tan espectacular como ésta para describir el señorío de Jesús, emperador del universo. Al final de los tiempos su imperio, el imperio del amor, lo abarcará todo. Porque todo fue creado por Él y para Él (Col 1, 17).
Por otra parte, si desviamos la atención hacia los dos grupos situados a derecha e izquierda del Rey del Universo, ¿no es como para preocuparnos? ¿Dónde nos situamos? Sabemos, como Pablo, la lucha que sostenemos contra el mal que llevamos dentro y que no queremos, y el bien que sí queremos pero que no hacemos. Pero mejor no perder tiempo considerando cómo nos situamos ante Dios, porque lo decisivo y definitivo es cómo se sitúa Él ante nosotros, sus hijos muy queridos. Lo que Jesús quiere decirnos en la parábola tiene que ver con el presente, no con el futuro; tiene que ver con el amor: Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado (Jn 15, 12).
Al atardecer de la vida nos examinarán del amor. Estamos todos llamados a ser místicos de la entrega y del servicio desinteresados; llamados a ver a Dios en el hombre y al hombre en Dios.
Dice el Papa Francisco: Guardémonos de la indiferencia; guardémonos de mirar a otra parte cuando vemos un problema.
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