Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada.
Muy contundente el Señor: separados de Él no podemos hacer nada, absolutamente nada. Estas palabras son vacuna eficaz contra posibles narcisismos y autosuficiencias; son bebida energética que agudiza la conciencia de nuestras impotencias y vulnerabilidades; son invitación amable al abandono poniendo en sus manos el timón de nuestra barquilla.
El que permanece en mí y yo en él. Hay cristianos piadosos que ni saben permanecer en Él ni son conscientes de que Él permanece en ellos. Entienden y viven lo cristiano buscando llegar a la santidad y la salvación a base de esfuerzo. Son presa fácil del desaliento y del sentimiento de culpabilidad. Se da incluso la paradoja de cristianos devotos de la Eucaristía pero con un conocimiento pobre de Jesús.
El que permanece en mí y yo en él. Permanezco en Él, soy auténtico cristiano, solamente cuando vivo desde Jesús; no cuando vivo desde Dios. No digamos cuando vivo desde mí mismo. Permanezco en Él cuando acepto gozoso su amor gratuito ofrecido en la cruz, consciente de que no me pide cuenta de mis pecados.
Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis lo que queráis y os sucederá.
Permanezco en Él en la medida en que su Palabra inspira e ilumina mi vida. Por eso la oración personal, el trato de amistad con Él, no debe confundirse con la reflexión o la meditación; cosas buenas pero insuficientes. Santa Teresa de Lisieux vivía y oraba así: Solo tengo que poner los ojos en el santo Evangelio para respirar los perfumes de la vida de Jesús y saber hacia dónde correr.
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