Él, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?
La dos preguntas a Jesús son hechas por un maestro de la ley; está supuesto a saber mucho sobre Dios, pero sabe poco sobre el prójimo. Este maestro de la ley pensaba que era posible amar a Dios como se merece viviendo distanciado de los prójimos.
La respuesta de Jesús es muy sencilla. Todo consiste solamente en amar. Pero no se trata de un amor cualquiera. Se trata de un amor gratuito que no se busca a sí mismo; se trata de un amor que no depende de condiciones o requisitos. Como el amor del Samaritano de la parábola.
Un samaritano que iba de camino llegó junto al malherido y, al verle, tuvo compasión.
También un sacerdote y un catequista habían pasado por allí. Pero, apremiados quizá por sus obligaciones religiosas, habían pasado de largo. ¿Quizá soy de los que piensan que lo de ser cristiano consiste principalmente en lo que hago en el templo? ¿Quizá vivo satisfecho con mis ejercicios de piedad y mis devociones? Todos nosotros, comenzando por los más piadosos, necesitamos aprender a vivir mejor el mandamiento del amor. Ciertamente tenemos que amar a Dios con todo el corazón y con toda el alma, pero el auténtico amor a Dios es el que pone a los prójimos por delante de Dios. Comenzando por los prójimos más próximos: los de nuestra propia casa. No es posible agradar a Dios en el templo dejando en segundo plano a los hermanos.
Aquel forastero, aquel Samaritano, es el vivo retrato de Jesús. También Él baja de su cabalgadura. También Él lava nuestras heridas. El Papa Francisco nos invita a reflexionar: ¿Te acuerdas? Aquel emigrante que tantos quieren echar, era yo. Aquellos abuelos solos, abandonados en las casas para ancianos, era yo. Aquel enfermo solo en el hospital al que nadie va a saludar, era yo. Que la Madre de Jesús nos ayude a caminar por la vía del amor, amor generoso hacia los demás. Que nos ayude a vivir el mandamiento principal que Cristo nos ha dejado.
Comentarios