Esta generación es malvada; reclama una señal, y no se le concederá más señal que la de Jonás.
Jesús acaba de declarar dichosos a quienes escuchan la Palabra de Dios y la cumplen. Ahora rechaza realizar esos milagros deslumbrantes que encandilarían a quienes le siguen. Esos prodigios serían el peor enemigo del reinado de Dios, ya que el reinado de Dios solamente puede ser acogido por la fe. Solamente la fe es capaz de aceptar el más grande de los prodigios: la muerte, la sepultura y la resurrección de Jesús prefiguradas en la encantadora historia del profeta Jonás.
Eran muchos los que seguían a Jesús. Lo hacían con una idea equivocada de lo que serían los tiempos mesiánicos. Los imaginaban paradisíacos; todo problema quedaría resuelto con un milagrito de Jesús. Por eso que Jesús no se encuentra cómodo rodeado de multitudes y en ocasiones se dirige a la gente con aspereza. Así será cómo las multitudes acabarán dándole la espalda.
La tentación de pedir señales a Dios es tan antigua como la especie humana. Todos experimentamos a veces lo insoportable del silencio de Dios y lo incomprensible de sus designios. La señal que Jesús ofrece no tiene nada que ver con nuestras expectativas. Esa señal ya comenzó a brillar en Belén: Esto os servirá de señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lc 2, 12).
El Papa Francisco, hablando de la señal de Jonás, dice: ¿Cuál es el signo de Jonás? Es la misericordia de Dios en Jesucristo muerto y resucitado por nosotros, por nuestra salvación. El signo que Jesús promete es su misericordia. Así que el verdadero signo de Jonás es aquél que nos da la confianza de estar salvados por la sangre de Cristo.
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