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11/02/2022 Nuestra Señora de Lourdes (Mc 7, 31-37)

  • Foto del escritor: Angel Santesteban
    Angel Santesteban
  • 10 feb 2022
  • 2 Min. de lectura

Le presentan un sordo que, además, hablaba con dificultad, y le ruegan que imponga la mano sobre él.

Jesús era andariego. Ha visitado brevemente la región de Tiro; allí ha sanado a la hija de una mujer pagana. Pasa por la Decápolis y vuelve a Galilea. Aquí le presentan un sordo. Vemos, de nuevo, la importancia de la intercesión y del testimonio para acercar los hombres a Jesús. Claro que, establecido el contacto, el intermediario se retira para permitir el encuentro personal: Lo tomó aparte, lo apartó de la gente y, a solas, le metió los dedos en los oídos; después le tocó la lengua con saliva.

Levantó la vista al cielo, suspiró y dijo: Effatá, que significa ábrete.

Effatá. El Evangelista ha conservado esta palabra tal como pronunciada por Jesús; en su lengua materna aramea. Effatá, abrirse, es acoger y recibir; solamente así es posible dar. Effatá, es lo opuesto a parapetarse; por tanto, hacerse vulnerable, sin murallas, como en la visión del medidor del profeta Zacarías: Por la multitud de hombres y ganados que habrá, Jerusalén será una ciudad abierta. Seré para ella muralla de fuego en torno y gloria dentro de ella (Za 2, 5-9). Aquel pobre sordo vive dentro de sí mismo; solamente se oye a sí mismo. Y la madurez espiritual consiste en tener un corazón de carne, no una especie de inexpugnable fortificación.

Juan de la Cruz, comentado el Effatá, hablaría así: Sal fuera y gloríate en tu gloria, escóndete en ella y goza. Teresa de Ávila, desde el Effatá, oraría así: ¡Oh Señor de mi alma! ¡Quién tuviera palabras para dar a entender qué dais a los que se fían de Vos, y qué pierden los que se quedan consigo mismos!

 
 
 

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