Un hombre tenía dos hijos.
Podríamos detenernos en el hijo menor. El que, después de un tiempo de insensatez, parece recobrar la cordura…; aunque solo sea por motivos egoístas. O podríamos detenernos en el hijo mayor. El hijo disciplinado que, por envidia o despecho, se niega a participar en la fiesta que el padre organiza para celebrar el regreso de su hermano.
Pero nos detenemos en la figura principal: la del padre. Hay cristianos que piensan que se trata solamente de una hermosa parábola. Que el verdadero Dios no puede ser así. Estos cristianos confiesan que entienden que el padre abrace al hijo; pero que el padre llegue al extremo de organizar un banquete les parece inadmisible. Perdonar, sí, pero que el hijo ponga algo de su parte. Es que ni siquiera hay arrepentimiento; lo único que busca aquel muchacho es satisfacer su hambre. No es correcto un perdón tan barato.
Todos, en mayor o menor grado, participamos de esta mentalidad. Porque, ¿quién de nosotros acepta hasta sus últimas consecuencias que todo, absolutamente todo, es pura gracia? Preguntémonos si comulgamos plenamente con estas palabras de San Bernardo: Nuestro único mérito es la misericordia del Señor. No seré pobre en méritos, mientras Él no lo sea en misericordia. Y porque la misericordia del Señor es mucha, muchos son también mis méritos. ¿Contaré, entonces, mi propia justicia? Señor, narraré tu justicia, tuya entera.
San Bernardo es buen discípulo de san Pablo: Por gracia habéis sido salvados; habéis sido salvados por la gracia mediante la fe. Y esto no viene de vosotros, sino que es un don de Dios. Tampoco viene de la obras, para que nadie se gloríe. Hechura suya somos (Ef 2, 5-10).
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