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11/05/2022 Miércoles 4º de Pascua (Jn 12, 44-50)

Yo, la Luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas.

Así había sido vaticinado por los profetas: Te voy a poner por Luz de las gentes, para que mi salvación alcance hasta los confines de la tierra (Is 49, 6). Así leemos en el prólogo del cuarto Evangelio: En ella (la Palabra) había vida, y la vida era la Luz de los hombres (Jn 1, 4). Así lo pregona el padre del Bautista: Nos visitará una Luz de lo alto a fin de iluminar a los que habitan en tinieblas y sombras de muerte (Lc 1, 79). Así lo proclama el mismo Jesús: Yo soy la Luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida (Jn 8, 12). Así lo predica Pablo: En otro tiempo fuisteis tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor. Vivid como hijos de la Luz (Ef 5, 8).

Los sinópticos suelen usar el término hipócritas; el cuarto Evangelio prefiere hablar de ceguera espiritual. El pecado, en su dimensión más profunda, es hostilidad a la Luz. No hay ceguera mayor que la que se niega a sí misma. Es resistencia a la Luz. Es el pecado contra el Espíritu Santo. A mayor cercanía de la Luz, mejor será el conocimiento de la propia indigencia; a mayor lejanía de la Luz, menor será la comprensión del propio mal.

Jesús es la Luz. Mirándole a Él vemos con toda claridad cómo es Dios: puro amor que salva. Entregándose hasta el extremo de la cruz nos salva y nos libera de todo lo que arruina nuestra vida; nos da la plenitud, la vida en abundancia.

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